lunes, 23 de agosto de 2010

6. Aprender a celebrar.

Aunque la celebración es siempre global, subrayará, según las ocasiones, uno u otro aspecto de la vida cristiana, sea la libertad gozosa y la alegría de la unión, la renuncia a las ambiciones del mundo y el entusiasmo por la tarea común, la lealtad a Cristo y el derribo de los ídolos, el examen de la propia fidelidad o la expresión de solidaridad con todos los que trabajan por la paz y el bien. Siempre está presente el Señor como dador del Espíritu.

Celebrar exige inventiva; hay que encontrar formas aptas de expresión. Si en la antigüedad la celebración papal se insipíró en los rituales imperiales, pertenecientes a la vida civil, también hoy tienen derecho los cristianos a aprovechar los datos de la cultura que contribuyan a su celebración. Al fin y al cabo, cada época tiene sus convenciones y sus canales expresivos, sus palabras clave y sus gestos simbólicos. Han de tener en cuenta todo lo que es noble y amable, todo lo que merece alabanza y estima en la sociedad ambiente (Flp 3,8). El reino de Cristo no es de este mundo, porque consiste en dar una vida que no procede de esta tierra, pero está en este mundo y existe para él; por eso qiere que los suyos permanezcan en el mundo (Jn 17, 15.18), pero viviendo en la verdad (ibíd. 17). Los cristianos festejan como los demás hombres; si su celebración se distingue de otras, no es por adoptar formas esotéricas, sino porque en ella, en medio del mundo, centellea el Espíritu de Dios.

5. ¿Fiesta dionisíaca?

La fiesta es personalizante; la comunicación que en ella se establece engendra contemplación y profundidad. ¿Cabe en la fiesta cristiana la embriaguez extática o el vértigo enajenante? Es difícil marcar la linde entre el entusiasmo legítimo y el torbellino. Hay que persuadirse además de que al Señor no le molesta la exuberancia, al contrario; lo demostró en la boda de Caná, proveyendo vino, y del bueno, para que la fiesta continuase.

La cuestión se presentó a san Pablo en Corinto; la afición de aquellos cristianos por los fenómenos espectaculares era, sin duda, un residuo de paganismo. El Apóstol enuncia repetidamente un principio: "Todo se haga para construir la comunidad" (1 Cor 14,3.4.5.12.26). La fiesta cristiana no es sólo desahogo, sino también estímulo; no debe dejar decaídos, sino activados.

El cristiano sabe adónde va, desempeña una tarea seria colaborando con Dios en la reconciliación de los hombres; su alegría y exuberancia saludan al reino venidero y lo expresan, vislumbrando en el presente la plenitud futura. En cualquier grado de festejo que se ejercite, la celebración, a los ojos de un no cristiano, debería causar una impresión positiva. Por eso san Pablo frenaba el excesivo entusiasmo de los que discrusseaban en lenguas ininteligibles; prefería que hablasen los inspirados capaces de exhortar en el idioma corriente: "Supongamos ahora que la comunidad entera se reúne en asamblea y que todos van hablando en esas lenguas; si entra gente no creyente o simpatizantes, ¿no dirán que estáis locos? En cambio, si todos hablan inspirados y entra un no creyente o un simpatizante, lo que dicen unos y otros le demuestra sus fallos, lo escruta, formula lo que lleva secreto en el corazón; entonces se postrará y rendirá homenaje a Dios, reconociendo que Dios está realmente con vosotros" (1 Cor 14,23-25).

Pablo no descarta los fenómenos que se manifestaban en lenguajes incomprensibles, pero los limita; la celebración no podía reducirse a eso. Por lo que a él toca, dice: "Gracias a Dios, hablo en esas lenguas más que todos vosotros; pero en la comunidad prefiero pronunciar cinco palabras inteligibles, capaces de instruir a los demás, antes que diez mil en un lenguaje arcano" (ibíd. 18-19).

Entusiasmo, sí, anarquía, no. Dios no quiere desorden, sino paz (ibíd. 32). Acción exaltante, desde luego; artificios que aturdan, intentos de perforar los límites de lo personal, para adentrarse en un todo supra o ultrapersonal en que se esfume la individualidad, no parece cristiano. La orgía dionisíaca nacía del ansia de superar las barreras del ser; según Nietzsche, el individuo es un error; para el cristiano, en cambio, es un carisma, un regalo de Dios. Con el vértigo y el frenesí dionisíacos quería el hombre, mintiéndose, librarse de sí mismo, curarse de ser hombre, taladrar el tiempo y el espacio para salir del aquí y ahora y vagabundear en el océano de la sensación ilimitada. Los cristianos no necesitan mentirse, no están cansados de ser hombres; al contrario, afirman su valor y su dignidad.

Quien vive superficialmente acaba harto de sí mismo. Nunca entra en sí, busca dilatarse y choca con sus paredes; pero es una dilatación gaseosa, que disminuye su densidad. Hay otra manera de ampliar el ser, por la concentración, que aumenta su peso específico y descubre nuevas dimensiones y espacios en su mismo centro; entonces comprende lo que es "anchura y largura, altura y profundidad" (Ef 3,18). esta dilatación del ser se hace posible en la comunicación personal y profunda; además el hombre que respeta su pared existencial siente que al otro lado hay uno que interpela.

No hay que curarse de ser hombre, sino de estar solo, de ser medio hombre. A Dios no se llega por la grandeza, sino por la bondad; y si hemos de saber que somos pobres, la pobreza esencial es la finitud; este realismo se llama también humildad. Al saber y amar lo que somos, es cuando amamos a Dios y llegamos a la felicidad: "Dichosos los que se saben pobres, porque suyo es el reino de los cielos" (Mt 5,4).

El hombre es historia y el cristiano no pretende evadirse de donde Dios lo ha colocado. No se avergüenza de ser hombre, sabiendo que por serlo es imagen de Dios; quiere ser mejor hombre, más profundamente humano, para hacer esa imagen más semejante a su modelo.

domingo, 22 de agosto de 2010

4. Evolución de la celebración.

La Primera Carta a los Corintios describe una celebración espontánea; san Pablo da instrucciones que aseguren el orden, pero todo se hace siguiendo las iniciativas individuales:

"¿Qué concluimos, hermanos? Cuando os reunís, cada cual aporta algo: un canto, una enseñanza, una revelación, hablar en lenguas o traducirlas; pues que todo resulte constructivo. Si se habla en lenguas extrañas, que sean dos cada vez o, a lo más, tres, por turno, y que traduzca uno solo. Si no hay quien traduzca, que guarden silencio en la asamblea y hable cada uno con Dios por su cuenta... De los inspirados, que prediquen dos o tres, los demás den su opinión. Pero en caso que otro, mientras esté sentado, reciba una revelación, que se calle el de antes, porque predicar inspirados podéis todos, pero uno a uno, para que aprendan todos y se animen todos. Además, los que hablan inspirados pueden controlar su inspiración, porque Dios no quiere desorden, sino paz" (14,26-33).

La norma consistía, pues, en evitar el barullo, para que todo aprovechase a la asamblea. Procuraba también san Pablo que los inspirados no se excedieran y cansaran a la gente; dos o tres a lo más. Por lo demás, libertad plena; cada uno podía contribuir con lo que tuviese, dando así amplias facilidades a la expresión individual y colectiva; las experiencias cristianas podían manifestarse sin traba. Ninguna mención se hace de un responsable del orden; la autoridad del Apóstol, aunque distante, parecía suficiente. Con su sentido habitual de la igualdad, no envía san Pablo las normas a un individuo que asegure su observancia, las propone a la comunidad entera, después de una larga explicación (14,1-25) que prepara la unanimidad.

Una celebración de ese género estaba centrada en Cristo; ningún miembro de la asamblea reclamaba para sí una atención especial. En algunos escritos del Nuevo Testamento, redactados en la generación siguiente, como las cartas a Timoteo y a Tito, aparecen cargos, los presbíteros u obispos, a quienes se atribuye el papel de presidir. Era quizá un desarrollo necesario; en todo grupo se manifiesta el líder, y es posible que en Corinto mismo, aunque san Pablo no lo mencione, alguno o algunos se encargasen del orden; tal función directiva, si existía, no parece, sin embargo, que fuera presidencial, pues no se le atribuía el pronunciar la oración eucarística; san pablo reprocha precisamente a un inspirado que la pronunciaba en una lengua incomprensible, sin desempeñar, por lo que parece, ningún cargo en la comunidad (14,16-17).

Es instructivo comparar la celebración cristiana con la de los pueblos primitivos. Entre ellos, aunque hubiera un líder, el portador del ritual mágico era el grupo, pues para poner en movimiento a las fuerzas trascendentes pensaban que hacía falta un todo transpersonal. La unidad del grupo era, pues, creadora y estaba dirigida y abierta a lo numinoso.

Cambiando las categorías se puede aplicar este principio a la celebración cristiana: la manifestación divina tiene lugar en el grupo unido. Es secundario que algunos miembros ejerzan funciones especiales, necesarias o convenientes para la mayor eficacia; en este contexto, ni siquiera el carisma establece mérito particular. Dios mira a su pueblo, redimido con la sangre de Cristo, "pueblo santo y sin defecto en virtud del amor mutuo" (Ef 1,4). No son los dones particulares ni las funciones en el interior del grupo lo importante ante Dios, sino la unión de la caridad fraterna.

En los primitivos, la unión era casi física, a nivel de especie; entre los cristianos pasa a ser amor y hermandad, se hace a nivel libre, como respuesta personal a Dios que se revela. El único vínculo necesario para la celebración es el amor mutuo, y su centro no es ningún miembro particular del grupo, sino necesariamente Cristo mismo. La idea de los primitivos de que la unión del grupo desataba los dinamismos ultraterrenos era en cierto modo verdadera. El Espíritu actúa cuando la comunidad responde con la fe, Cristo está presente entre los que cumplen su mandamiento, y Dios se revela como Padre solamente en una comunidad de hermanos.

En el pasaje citado de san Pablo aparecía netamente la aportación de cada uno según el propio carisma. La celebración cristiana excluye el monopolio; no hay miembros pasivos en el grupo cristiano ni los dones se repiten; cada uno tiene el suyo particular y ha de contribuir con él, por modesto que sea.

Es san Ignacio de Antioquía y, por supuesto, del siglo IV en adelante, destaca la figura del presidente, que representa a Dios Padre (Ignacio) o a Cristo (más tarde). Al atribuir semejante representación a un miembro de la comunidad, la celebración se centra alrededor de él. La comunidad deja de ser un grupo homogéneo entrelazado por las diversas funciones y carismas, y uno de ellos está erigido en categoría aparte. La arquitectura muestra el cambio de mentalidad; en las basílicas se reserva una parte del local al obispo y presbíteros, y precisamente la parte que en las basílicas civiles ocupaba el representante del emperador o éste en persona. La organización central se infiltra en la iglesia. Como el magistrado ostentaba las insignias imperiales y el liber mandatorum, el obispo adoptará la cruz procesional y el volumen del evangelio; su calidad de líder toma un sesgo de funcionario. Para la celebración se insiste en la unión con el obispo; el centro de gravedad se desplaza, pasando de Cristo al que es considerado su representante. La teología paulina, que ponía a todos al servicio y dependencia mutuos, palidece; el único carisma visible es el de dirección. No se depende inmediatamente de Cristo-cabeza, sino el obispo-presidente.

En tiempo de san Pablo predicar era privilegio de todos; consecuencia de la nueva concepción fue reservarlo al obispo o a sus delegados. Las preocupaciones por la ortodoxia influyeron, sin duda alguna; no se trataba ya de una fe espontánea, amplia de horizontes, pero parca en formulaciones precisas y obligatorias; las polémicas y el afán de conceptualización disuadían de conceder la palabra a los no instruidos en la doctrina oficial. La expresión improvisada se reputa peligrosa; la fe se enuncia sólo con símbolos aprendidos que, de norma para la expresión, pasan a ser su límite.

Durante los tres primeros siglos el lugar de reunión solía ser una casa, con su aire de libertad, personalismo y familiariedad. La Primera carta a Timoteo recomienda que el obispo sea hospitalario, probablemente porque la eucaristía se celebraba en su domicilio. El local esra lo de menos, interesaba sólo hallar un espacio acogedor; el templo es Cristo resucitado y la comunidad de los fieles. En estas celebraciones domésticas los grupos eran naturalmente pequeños y toda acción resultaba comunitaria; los detalles podían resolverse con practicidad, lo importante era la celebración misma.

Más tarde, sobre todo a partir del Siglo IV, empieza a asimilarse la antigua concepción del templo, judío o pagano, que suponía la sacralidad particular de ciertos objetos o personas. La basílica se convierte en un salón estructurado hieráticamente, con una parte reservada a la presidencia, y otra a los fieles. Excepto en las basílicas cimiteriales, sin embargo, el altar y el ambón no ocupaban todavía un lugar fijo.

En siglos más recientes se entra en la época de las catedrales, donde el vasto espacio y la suntuosidad perjudican a la interioridad y sencillez de la celebración. La grandiosidad del monumento anula en cierto modo al grupo e impide sentir la unión, pues la imponente sublimidad externa aparta la atención de los demás participantes. El centro no es ya siquiera la persona del presidente, sino un objeto, el altar. El obispo no oficia de cara al pueblo, sino cara al altar. con lo que el diálogo resulta imposible; el pueblo queda prácticamente pasivo, de todo se encarga el clero.

Para san Agustín, "iglesia es el lugar donde la iglesia se congrega"; esto dejó de ser verdad, y la iglesia pasó a ser casa de Dios, templo de Dios. Como el templo judío o pagano, se convirtió en centro simbólico de la religión. Considerándola como signo externo de la presencia del cristianismo en una ciudad, se le dio preeminencia sobre los otros edificios. Se había olvidado que la fe cristiana en el mundo actúa como el fermento.

En nuestros días muchos grupos prefieren volver a la sencillez primitiva, más cercana al evangelio; basta un local acogedor, humano y agradable, con la limpidez del Espíritu de Dios y la alegría del hombre nuevo.

3. Estilo de la celebración.

La continuidad entre vida y celebración delinea el estilo de esta última. Si la celebración es vida destilada y concnetrada, seguirá el estilo de la vida misma, haciendo resaltar los rasgos de ella que caracterizan a la fiesta.

Por tanto, el estilo de la celebración está en función del estilo de la cultura; el umbral de la iglesia no impone un cambio de talante, pues la sacralidad es tan intrínseca a la vida como a la celebración.

El estilo de vida en la sociedad actual es secular, y el mismo penetra en la celebración; el hombre es consciente de su dignidad y de su fuerza; el cristiano sabe además que la dignidad le viene de ser imagen e hijo de Dios y la fuerza del vigor que Dios le comunica. El mundo celebra al hombre; el cristiano, al hombre y a Dios su padre. Pero el estilo es similar. No se establece con normas, pertenece a la esfera de la expresión; el hombre de hoy usa para expresarse un determinado estilo; sería artificioso querer imponer uno diverso a la celebración, ajeno a la sensibilidad de la generación presente o del grupo concreto que se reúne. Cada comunidad, libre y espontánea, encontrará su manera.

Por tanto, el local para la celebración será más bien una sala de fiestas que una iglesia tradicional con sus asociaciones precristianas de "templo". Es la sala de reunión de la familia de Dios, deseosa de pronunciar su amén a la creación primera y a la segunda efectuada por Cristo. Este loca o sala, la domus ecclesiae o "casa de la comunidad", según la antigua y acertada terminología, ha de reflejar los caracteres de la pascua que celebra, siendo transparente y sobria, luminosa y apacible, llevando a la activa profundidad de la creación nueva.

La iglesia no es un momento sacro para expresar la gloria de Dios ni tampoco un simple centro para encuentros sociales. Es un hogar común para el pueblo de Dios, espacio fundamental para la asamblea festiva, que ha de expresar hospitalidad, familiaridad y alegría.

No hace falta que se distinga por fuera de los edificios vecinos; la iglesia-edificio no ha de ser el signo externo de la presencia del cristianismo en la ciudad, concepto anacrónico y símbolo muerto. La recomendación del Señor a cada uno de entrar en su cuarto y cerrar la puerta cuando quiera orar vale también para el grupo; no hay que hacer espectáculo de la propia celebración. Basta una casa entre las casas; siendo lugar de celebración y hogar común, ha de ser más humana que las otras; reflejará el modo de ser de la época y, al mismot tiempo, el hombre nuevo en Cristo.

Las actitudes corporales pertenecen también al estilo; como en los primeros siglos, se prefiere estar de pie a estar de rodillas. No es una decadencia en la fe, sino una consecuencia de ella; al creer que Dios considera al hombre como un hijo adulto, la actitud respetuosa no es ya la del esclavo; como atestiguan numerosos autores eclesiásticos, entre ellos Tertuliano (fines del siglo II), san Bssilio (Siglo IV) y san Agustín (Siglo V), los domiengos y todo el tiempo pascual estaba prohibida la genuflexión, para recordar que la resurrección de Cristo nos había levantado de la caída. El canon 20 del Concilio de Nicea sancíonó esta costumbre, que fue confirmada más tarde por el Concillio de la Cúpula (in Trullo, año 691, canon 90). Celebrar y orar de pie era precisamente símbolo de la nueva condición del hombre, gracias a Cristo.

También el vestido entra en el estilo. La reunión, más sencilla, prácticamente no necesita indumentos peculiares. La fiesta, en cambio, se expresa también por la vistosidad en el vestir. Sólo a fines del siglo IV empezaron a usarse vestidos especiales para la celebración; hasta entonces se hacía en traje de calle. San Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla, cambiaba de manto para celebrar, lo que le valió acusaciones de soberbia. La intención primera fue probablemente tener un manto limpio en la iglesia por si el de calle no estaba presentable. Los ornamentos hoy en uso en las diversas iglesias de Oriente y Occidente derivan todos de la antigua túnica y manto civiles del Impreio romano. También esta usanza está sujeta al gusto de las épocas; si se adopta un vestido para celebrar la fiesta, podrá inspirarse en los cánones de la elegancia o fantasía contemporánea.

En la celebración no tienen precedencia los obispos, sino las personas; el mobiliario, por tanto, ha de ser funcional, sin lugar decretado a priori, según las necesidades de la concurrencia y el tipo de celebración. La mesa para la eucaristía, más tarde llamada altar, por asimilación al Antiguo Testamento, era portátil y se colocaba en el momento y lugar oportunos al empezar la segunda parte de la misa. En la antigua cultura la silla era distintivo de autoridad; la gente solía sentarse en escabeles bajos o en el suelo; esta costumbre retorna curiosamente en el munto moderno, con más comodidad ciertamente, gracias a la difusión del alfombrado.

Si alguno quisiera propugnar el estilo cultual de la asamblea cristiana, basándose en la concepción sacerdotal del cristianismo, expuesta en el capítulo segundo, debe recordar que las categorías sacrificio-culto-sacerdote forman un sistema simbólico que describe simplemente la vida cristiana de fe y caridad. Expusimos allí el sentido existencial del sacerdocio de Cristo y del cristiano. Si interpretamos la vida cristiana como culto, hay que precisar inmediatamente la diferencia entre ese culto y los de las religiones precristianas. La connotación ceremonial exclusiva de la palabra culto es propia de nuestras lenguas modernas; en latín cultus, derivado del verbo colo, "cuidar de", se aplica lo mismo al campo (cultivo), al cuerpo (cuidado) y a los dioses (honor); la idea común es la de responder con acciones a las exigencias de cada una de esas entidades. La palabra griega latreia, "culto", aparece una sola vez en los evangelios (Jn 16,2), referida a los perseguidores que pensarán dar culto a Dios matando a los cristianos. El verbo correspondiente, latrenuo, es también raro, y el verbo hebreo ´abad, al que traduce, significa simplemente "servir" en todos sus sentidos, servir a la patria o al rey. Referido a Dios, toma el matiz de servicio a un soberano, a un dueño sin especial carácter cúltico. La concepción cultual de la asamblea cristiana pertenece al estadio religioso, en que el culto estaba separado de la vida. Una vez que Cristo ha identificado las dos esferas, ele stilo de vida es el estilo de culto.

Una observacíón final. Aunque interrumpe la tarea cotidiana, la celebración no es un refugio para olvidar los agobios de la vida y la maldad del mundo; olvido buscado es evasión. Se critica con derecho el aturdimiento deliberado de la feista frívola, que anhela evadirse de la realidad; si los cristianos pretendieron eso, estarían usando el mismo estupefaciente con etiqueta distinta.

Algunos, sin buscar la evasión, no perciben el nexo entre celebración y vida. Para ellos, pasar de una a otra equivale a cambiar de estación en un receptor, dejando la estación mundana para sintonizar con la ultraterrena. No hace falta repetir lo antes expuesto; esta concepción niega de hecho la fe, estableciendo la separación entre las dos esferas e ignorando la acción de Dios en el mundo.

La reunión cristiana no es evasión ni excursión a otro planeta. Ampliando una comparación de G. Fackre, es un momento de reposo; amarradas las canoas a la orilla, sentados en la hierba, frente a los rápidos del río, se descansa y se goza, se come y se canta antes de continuar el viaje; y en la conversación se comentan las peripecias. No es cuestión de olvidar, sino de superar, descubriendo bajo las miserias del mundo y de la vida el amor activo de Dios por su obra. Hay que aguzar la vista para percibir el oro bajo el fango y exaltar la fe para que no se encalle en los bajíos, refinar la concepción de la realidad y vislumbrar el dedo de Dios en rincones que no se habían considerado.

La celebración está cogida en un paréntesis: entre lo hecho y lo que ha de hacerse; filtra y agradece el pasado, otea y anhela el futuro que Dios promete. En el presente ha de expresar su concepción del mundo y su norma de vida. La primera es la visión de la fe: que el sostén de esta realidad es un amor infinito. La segunda es el dinamismo de la caridad: "Los cristianos quieren ser instrumentos del Dios-amor para realizar en otros lo que antes se ha realizado en ellos; su propósito es dar a Dios, su Padre , hijos que se le parezcan por el inconfundible aire de familia; es decir, por la caridad rica y sin envidias, cuya dicha es doble: la alegría inmaculada de saberse amados de Dios y, libres de todo interés propio, el poder de amar como Dios ama".

sábado, 21 de agosto de 2010

2. Celebración contemplativa.

La presencia de Dios en el hombre y en el mundo embebe la fiesta y la reunión, creando una atmósfera contemplativa. Ninguna de las dos es frívola, y en la más alegre y ruidosa celebración está Dios en todos y entre todos, que son juntos su templo. Cristo se hace presente en el Espíritu, que es su don. El gozo, que se manifiesta en lo exterior, se alberga en lo íntimo, la efusión nace dle manantial que brota siempre. Tal celebración requiere hombres profundos, pero el cristiano, curtido por una dedicación que es la vida entera, no es imberbe de espíritu. Va a la celebración a expresar la experiencia de Dios en su vida; se supone que esa experiencia existe.

La celebración auténtica estimula también a la contemplación. La unión en Cristo, percibida en la presencia corporal, en la sonrisa aceptadora, en la comunión confiada, revela la presencia del Espíritu de Dios. "Cuando Dios os concede el Espíritu y obra prodigios en vosotros, ¿por qué lo hace?, ¿porque observáis la Ley, o porque escucháis con fe?" (Gál 3,5). La experiencia y el brío de la fe común destacan la acción del Espíritu; él alienta en lo profundo del hombre, renovándolo interiormente, dándole paz honda y ánimo para lo bueno, encajando sus aristas e integrando su ser; así lo dispone a amar. Esto es contemplativo; en medio del bullicio se sienten las realidades basales, con una intuición del centro y un calor medular. La fiesta lleva a la reflexión y contemplación personal.

La psicología moderna insiste sobre el poder integrador de la amistad, única línea útil para el desarrollo del hombre. Pero el amor no es abstracto; necesita ver, tocar, expresarse, codearse. Se manifiesta sobre todo con obrar: "Obras son amores", pero también con buenas razones. El amor cristiano no encierra, universaliza; san Pablo prevenía a los gálatas contra las muestras de afecto de ciertos sectarios: "El afecto que esos os tienen no es bueno; quieren aislaros para acaparar vuestro afecto" (4,17).

Es lo opuesto del amor cristiano, que, en vez de acaparar, estimula y abre.

Se habla de cómo educar a los jóvenes cristianos y se proponen cursos de religión. Pero no se educa sólo ni principalmente con el entendimiento, sino con la vida entera; será respirando la atmósfera de un grupo cristiano maduro, dedicado, alegre y comunicativo donde el joven encontrará su experiencia de fe. No basta instruir, hay que iniciar con el ejemplo. No es suficiente que un padre dé buenos consejos a su hijo; el niño aprende menos de las palabras del padre que de su modo de reaccionar ante las circunstrancias; se da cuenta de las inflexiones de su voz, de la cólera o dominio de sí, de los valores que estima. Lo que diga será siempre confrontado con su proceder y éete será el que prevalezca. Si no coinciden, ¿cómo será aceptado por guía?, y ¿qué esperanza queda de educar al hijo?

La contemplación nace al contacto con lo profundo de la realidad o, dicho de otro modo, con la realidad total, en la cual Dios se manifiesta; realidad del propio ser, de la relación humana y del mundo. La fiesta descubre precisamente el cimiento de la realidad entera, el amor de Dios, en la experiencia de libertad, hermandad y alegría; por eso es esencialmente contemplativa. La vida entera enderezada por la intención, consciente o implícita, que la orienta hacia Dios y el prójimo, es oración; por eso tiende a momentos de concentración y soledad, para enfocar hacia Dios no sólo la intención, sino también la mente. Siendo la celebración zumo de la vida, ha de tener por fuerza el elemento contemplativo; y no sólo con la intención, sino además con la experiencia y la profesión explícita, manifestadas en el borboteo del gozo.

Contemplación es la experiencia gozosa de una presencia; la presencia se percibe unas veces en el cuarto con la llave echada, otras en el tranquilo conversar y otras en la algazara y regocijo común de los que Cristo ha liberado.

c) Carismas.

La celebración es el lugar donde se manifiestan muchos carismas del Espíritu, y hay que facilitar su despliegue. En la reunión más que en la fiesta, todo el que quiera decir algo debe encontrar la posibilidad; por lo menos hasta fines del siglo IV se reconocía que la misión de enseñar en la iglesia no era monopolio de presbíteros u obispos; he aquí un texto de las Constituciones Apostólicas, apócrifo en parte compilado y en parte escrito hacia el año 380: "El que enseña, sea o no seglar, con tal que sepa hablar y sea de conducta recomendable, que enseñe; porque -todos serán discípulos de Dios-" (VIII, 32,17).

El pasaje alude en primer lugar a Rom 12,7, donde san Pablo enumera una serie de carismas. La razón final es lo más notable: propone la profecía de Isaías (54,13), citada por Cristo (Jn 6,45); todo cristiano honesto, por tanto, con tal de que pueda expresarse, tiene derecho a dirigir la palabra al grupo para comunicar lo que Dios le enseña; no se trata aquí de revelaciones especiales, más propias del carisma profético, sino de reconocer la acción de Dios en la propia historia y experiencia o de exponer las propias luces sobre un pasaje de la Escritura.

Como el carisma de enseñar, otros muchos se ejercitan en la reunión y en la fiesta; carisma es toda cualidad, común o extraordinaria, puesta, por impulso del Espíritu, al servicio ajeno. El canto y la organización, la afabilidad y cualquier otra destreza útil para animar la fiesta es carisma; unos tendrán como don la palabra sabia, otros la que instruye; uno esplendor de fe, otro espíritu crítico, sin descartar del todo las manifestaciones extraordinarias, como el espíritu profético o el alabar a Dios en lenguas arcanas. Bien conocidos son los fenómenos que ocurren en las reuniones pentecotales.

Este clima de libertad podría tropezar contra una estructura demasiado rígida que no dejase resquicio suficiente a la expresión. A nivel de grupo, hay que abrir una ventana a la espontaneidad. Los cristianos van a la reunión con experiencias que desearían compartir con los demás; hay que dejar holgura para que encuentren vías de expresión y no imponer un esquema inflexible.

Un mínimo de estructura es necesario, entre otras cosas, para poder empezar; hay que tener alguna idea de lo que se pretende hacer o de cómo se va a desenvolver la celebración, previendo sus líneas maestras. La estructura preserva también la continuidad de ciertos valores insustituibles; pero toda estructura o institución, como dijo el Señor de su prototipo el sábado, es para el hombre y no viceversa. Desde el momento en que una estructura social, religiosa o ritual agarrota la expresión del hombre o sofoca su libertad, hay que desmontarla; para estar al servicio del hombre deberá tener una flexibilidad que no impida el movimiento: será malla de danzarín, no camisa de fuerza.

En el caso concreto de la celebración hay que empezar encontrando los modos espontáneos de expresión propios del grupo; sobre ese común denominador se construirá la estructura. La institución, por tanto, sigue, no precede; no se puede imponer la espontaneidad ni enseñar a ser poeta.

La celebración entrevera lo convenido con lo improvisado. Cox la compara atinadamente al jazz combinado, en que la partitura se interrumpe cada vez que uno de los ejecutantes improvisa un solo, que sus colegas acompañan; terminado éste, se vuelve al texto escrito, mientras otro no se sienta inspirado.

b) Aceptación y hermandad.

En este clima de igualdad, la celebración es risueña y aceptadora, procurando que nadie se sienta cohibido o preterido. Si en el reino de Dios los más humildes son los que importan más (Mt 18,1-4), lo mismo debe ocurrir en la celebración; todo con sencillez y genuinidad. La aceptación, que nace de la benevolencia cristiana, es general, de modo que todo miembro encuentra una atmósfera acogedora. La estima mutua y difusa, la alegría bulliciosa o tranquila esponjan el corazón y dan ánimos a los retraídos. También la sencillez ha de tener su precedente en la vida; sólo quien escarda continuamente la cizaña de la ambición puede ser sencillo y no darse importancia. Mientras uno represente un papel, su persona está ausente, y si acaricia pretensiones, no hay comunicación con los demás ni presencia del Espíritu. Tenderá a brillar, a decir algo que impresione y que sonará a hueco, cuando lo que debe resaltar en la reunión es la sinceridad y la modestia. Además, en fin de cuentas, no impresiona tano lo que se dice como lo que leen los otros entre líneas; y en este intersticio está escrita la vanidad o se trasluce el Espíritu de Dios.

La comunidad aceptadora es por necesidad indulgente, comprensiva, no propensa a la censura mutua: "Acogeos unos a otros como Cristo os acogió a vosotros" (Rom 15,17). Y Cristo no nos cogió con pinzas y gestos de asco, como habría pronosticado un filósofo, sino que se vino a vivir con nosotros sin miedo a mancharse. El tocó a los leprosos y se dejó tocar por una pecadora pública, conversó con una malcasada y se recostó a la mesa con gente descreída y ladrona. Tuvo una caricia para los niños, una recomendación suave para la adúltera y no se irritó ante las pocas entendederas de Nicodemo. Comunidad aceptadora, personalizante, que se conoce por el nombre y está abierta al recién llegado; lugar donde cada uno tiene libertad para ser él mismo en el encuentro con los demás y con Cristo.

Todo lo que el Nuevo Testamento enseña sobre el amor cristiano se aplica de modo especial a la celebración. La Iglesia o asamblea de Dios, que se realiza como nunca en el grupo reunido, manifiesta por su amor ser principio del reino de Dios, territorio del señorío de Cristo. Allí se sienten el entusiasmo de la fe y el calor de la hermandad, y sólo en ese clima se hace presente el Señor. No podemos pronunciar el "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20) si la comunidad no es un grupo de hermanos.

Un caso triste sucedió en Corinto. Los cristianos solían empezar comiendo juntos para acabar con la eucaristía; parece que cada uno contribuía a la cena según sus recursos (1 Cor 11,22), pero en vez de esperarse unos a otros para ponerlo todo en común (ibíd. 33), cada uno se adelantaba a comerse lo suyo (ibíd. 21) sin repartirlo, y los más pobres quedaban humillados (ibíd. 22): "Mientras uno pasa hambre, el otro está borracho" (ibíd. 21). La conclusión de san Pablo es ésta: "Así, cuando os reunís en comunidad, os resulta imposible comer la cena del Señor" (ibíd 20). No hay que engañarse; la división en bandos, la falta de hermandad y la ofensa a los humildes hacen de la eucaristía una blasfemia; cuerpo de Cristo son la comunidad y el pan, quien insulta a uno insulta al otro; por eso "el que come y bebe sin valorar el cuerpo (en ambos sentidos), se come y bebe su propia sentencia" (ibíd. 29).